Edistio Cámere
Se definía el primer puesto. Los jugadores – niños de doce años – desplegaron sus habilidades futbolísticas en una justa, emocionante e intensa, por alzarse con la victoria. La corona era esquiva para uno, pero premio para el otro equipo. Finalizado el partido, llamó mi atención el contraste en las expresiones de los niños. Entre los perdedores, la tristeza se apodero de sus rostros, las lágrimas corrían sin rubor por sus mejillas, las miradas clavadas en el piso contenían rabia y frustración. Los papás se desvivían en consolarlos sin éxito: sus hijos abstraídos rumiaban el sabor agrio de la derrota. Mientras que los vencedores expresaban radiantes – sin límites ni formas- su triunfo. Los gritos, los abrazos y los saltos entrelazados direccionaban la imaginación hacia un escenario irreal: la final de un mundial.
¿Por qué la desbocada reacción de esos niños? ¿Es solo cuando pierden o ganan en el fútbol? ¿Qué tramo de la educación descuidan padres y maestros? Será ¿en el orden y en la jerarquía de los bienes a alcanzar?, ¿En la formación de un carácter débil a fuerza de conceder, dar y aprobar sin criterios ni límites? Escuela y familia comparten roles estelares en la gran tarea de encauzar la afectividad de niños y jóvenes.
¿Qué debe evitar la escuela? La blandura en la didáctica, esa idea de que en la enseñanza debe primar el entretenimiento, – en vez de gramática solo lectura – que el niño la pase bien en el aula. Objetivo que se consigue con imágenes multicolores, con contenidos que demanden un trabajo intelectual exiguo, consintiendo disrupciones y poniendo al voto las actividades a realizarse para evitar las ‘malas caras’. El sentido común advierte que la actividad intelectual – acondicionada a la edad del alumno – es atractivamente exigente, requiere de unas condiciones mínimas para su ejercicio y de una didáctica que lo estimule. Aprender requiere de un estudio constante y tesonero. Si, por el contrario, se apela al “populismo” haciéndole creer que puede aprender sorteando sin denuedo, la frustración se instalará ante un desaprobado o dificultad académica. Volver a la pedagogía del esfuerzo será la victoria ante quienes pretenden medrar con configurar a la escuela como un centro que forma meros consumidores.
¿Qué deben evitar los padres? Ser permisivos. Tener claro que el hijo no es quien gobierna en casa. Cuando mucho se le consiente, aprenderá que solo tiene derechos y no deberes. Reemplazarlo en la resolución de las tareas y obligaciones escolares es minar su autonomía y no formarlo en la responsabilidad y en honrar sus compromisos. Cuando se es permisivo, el hijo no distingue entre lo bueno y lo malo: todo tiene el mismo valor. Si todo vale igual, qué difícil es elegir, responder y comprometerse con una meta, ideal o persona.
En suma, la blandura didáctica y el permisivismo en el hogar no promueven el dominio de sí mismo, ni el adecuado ejercicio de la libertad; más bien estimulan el desborde emocional del niño… sea que gane o pierda su equipo.