La escuela se configura como un servicio que tiende a satisfacer una necesidad fundamental de las familias: la instrucción e inserción de sus hijos en la sociedad. Así como el médico ayuda a la recuperación de la salud de los miembros de una familia sobre la base de la aplicación de la ciencia médica, la escuela desde la perspectiva pedagógica introduce al niño y al joven al mundo de las ciencias y de las humanidades, es decir, lo culturiza. En ambos casos, el recabar un servicio no mengua la responsabilidad del padre de velar por la salud y educación de sus hijos, no solamente eligiendo el mejor de acuerdo a sus posibilidades y criterios sino también poniendo en práctica las sugerencias recibidas y adicionando las medidas que el sentido común le dicte para conseguir una vida más saludable o una educación integral para su hijo.
Si nos atenemos a la estricta calidad, la solvencia teórico-práctica de la pedagogía incluye las determinaciones pertinentes para cumplir con las exigencias de la instrucción. La calidad hace referencia a la confección de un producto que de acuerdo a unas especificaciones resulta similar en todas sus reproducciones. Apunta más, a lo seriado, a lo homogéneo. Si tal fuera la finalidad exclusiva de la escuela, sin duda, sufragaría la necesidad universal de la familia pero haría prescindible la relación familia-colegio.
Para encaminarse hacia la felicidad no cuentan los indicadores, los repertorios, las tablas o registros que verificar. Lo que cuenta son los criterios, el ejemplo, la dedicación, la acogida y el afecto, donados a una persona singular y concreta, en el albor de su historia con una vocación y misión en la sociedad a descubrir. Sin el concurso de los padres poco o nada se puede conseguir, de ahí nace la importancia de la colaboración mutua y diferenciada entre los padres y el colegio.
La felicidad está siempre en la promesa de un futuro mejor. Si la felicidad consiste en la ilusión, la infelicidad consiste en no tener objetivos (…) (Rojas, Enrique, 2003). Sin objetivos a lograr la familia y la escuela poco pueden aportar en favor de la felicidad de un niño o joven. No se habla aquí de una visión universal propuesta por la escuela ni de un deseo quimérico de los padres, de cuya validez e importancia al formularlos no se duda, pues sirven de norte o de guía. Considerando que la felicidad es personal, los propósitos que a ella se encauzan tienen que ser particulares y ajustados a la persona. Desde esta perspectiva, los objetivos que la escuela puede proponer nacen de las relaciones que el alumno tiene a partir del contacto con: 1) las materias a aprender; 2) con sus amigos o compañeros; y, 3) con la cultura de aquella.
El modo cómo es afectado el hijo en las relaciones mencionadas, es conocido por la escuela y es desconocido directamente por los padres, por tanto, la primera aporta lo que observa mientras que los últimos aportan el modo cómo las vive en la intimidad familiar. En efecto, al interactuar en esos ámbitos – que, sin duda, configuran sendas situaciones de aprendizaje – el alumno emite respuestas que comunican afectos, ideas y actitudes que de algún modo van perfilando su carácter o manera de ser. Sin embargo, para que esas experiencias sean incorporadas como aprendizajes efectivos se precisa de la aportación y de la colaboración de los padres que encuentran su apogeo, gracias al conocimiento capilar que tienen de su propio hijo. ¡Quién mejor que los padres para iluminar su singularidad, lo que posee como radicalmente propio y su valía como persona simplemente por ser quien es!
En las relaciones y en la convivencia intrafamiliar el hijo expresa con espontaneidad lo más acendrado de su condición de impar. Por eso de cara a la escuela no es suficiente que los padres den por supuesto que lo quieren: su gran tarea es la trasmitir y contagiar al colegio, para que aprenda y sea capaz de educarlo desde su condición de amado. Los docentes lo presumen. Sin embargo, para que se dejen permear por la intensidad, la contemplación y alegría que mana desde la hondura de sus almas al experimentar: ‘lo bueno que es que su hijo exista y sea entre ellos’, los padres tienen que acrecentar ese amor.
El amor fuerza a respetar y tener en alta consideración la historia que el hijo comienza a escribir. “Cuanto más suyos más nuestros”, decía Gerardo Castillo enfatizando que si bien los padres engendran y cuidan, empero los hijos no son ellos ni tienen porque repetir como modelo de vida sus experiencias. La valía de una vida que tiene que descubrir su propio camino, reclama afecto – mucho, sin duda, – y también de decisiones y desprendimiento de paradigmas y visiones quiméricas de como ‘les gustaría que fuera su hijo’, para conectarse y concentrarse en su realidad personal y situacional.
Se ama a una persona concreta con sus talentos y capacidades, en su condición de no repetible que la hace especial – lo que hace inútil e ineficaz las comparaciones – y, con sus limitaciones y defectos. El amor también comporta decisiones seguidas de actos para: potenciar sus cualidades, para acogerlo en su mismidad y para corregir con paciencia sus defectos. En esta línea se enmarcan los encuentros de los padres con el tutor o encargado de clase. No se trata de hacer prevalecer un punto de vista ni escudarlo con argumentos técnicos o subjetivos. Se trata de intercambiar aportes con miras a confeccionar planes de acción para cumplirlos con miras a hacer de nuestro hijo, de nuestra hija una mejor persona… y feliz.
Gostei muito de ler o artigo.
Nós pais, o que mais queremos é que os nossos filhos sejam felizes. E por isso devemos educar com talento. Ensiná-los a saber ser e a saber estar desde cedo. Como diz Gabriel Celaya no seu poema «…para depois deixá-los partir com a nossa bandeira hasteada».
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Conceicao. Gracias por su comentario. También hago lo propio -es decir, leo con gusto – con sus entradas, las mismas que las he pasado al departamento de familia del colegio Santa Margarita.
Muchas gracias y seguimos en contacto
Edistio Cámere
Me agrada decir que, la felicidad es proporcional al esfuerzo que le pones al realizar una tarea o quizá cumplir con tu misión, está de más decir que, el colegio es una muestra de ese esfuerzo, por lo tanto deberíamos ser felices al terminarlo. Sin embargo la felicidad se siente efímera como cuando empapas un poco de alcohol en un algodón y este se va evaporando. En cambio la plenitud nos aísla de lo fugaz y nos adentra a esa tranquilidad de haber cumplido y prepara para escalonar en nuestro proyecto de vida. Gracias por tan grata reflexión.
Muy bueno su comentario. Sin esfuerzo las metas raramente se logran, una vez conseguidas la satisfacción nos envuelve, sensación que es una suerte de antesala de la felicidad. De otro lado, el amor real de los padres a los hijos los impulsa a poner sus mejores talentos en servicio de la felicidad de los mismos. Un talento es ayudarles a ser y a mejorar. El colegio es una ayuda calificada para lograrlo
Gracias
Edistio