Por Edistio Cámere
En la flor de la juventud el futuro es sueño y angustia; en la madurez las oportunidades lo convocan; y en la senectud el pasado le señala la calidad de sus decisiones. El tiempo y las circunstancias se suceden pero el hombre es uno y sí mismo. En el plano ontológico su esencia permanece hasta su muerte y su despliegue es indeterminado. Pero es en el plano existencial donde su identidad como persona debe resolverse en un continuo proceso de individuación a través de sucesivas autodeterminaciones que lo diferencian de los demás como sujeto único e irrepetible. Los hombres conviven y participan de una misma historia, acaso de similares experiencias y situaciones, no obstante, la biografía – la propia – es escrita por medio de sus decisiones.
La mirada no sólo ve, también es vista; y en tanto vista es decodificada, no por lo que dice sino por lo que expresa. Si acoge, respeta y atiende, quien mira se muestra. Al mostrarse, la mirada se hace dialógica. El diálogo es parte de la relación humana. Cuando la relación se instrumentaliza, la mirada se torna esquiva al tal punto que como el espejo solo refleja. El reflejo no es coloquio es monólogo.
Mientras se mira, los sentidos esperan su turno. La mirada reina y marca el paso. El mundo no solo es visible, también se le arrebata su belleza a través del tacto, del gusto, del olfato y de la escucha. La sola mirada lesiona la unidad del entorno. Mirar con el cuerpo nos hace parte, es decir, se participa de la existencia y esencia de las cosas.
El hombre comprende, conoce cuando en su totalidad se abre a las cosas. Entonces, cuando mira su mirar contiene su rúbrica. Pues su mirar ya no refleja, comunica su vivencia como suya, que es algo original. Al cruzarse con la mirada del “otro” intercambia originalidades con relación a un mismo bien: la realidad.
“Los ojos son la ventana del alma”, dice la sabiduría popular; la Física replica diciendo: “Sólo si la ventana está limpia”; aún la Filosofía insiste: “La luminosidad del alma desempaña el vaho del cristal”, pero solo el amor distingue el brillo en los ojos. La mirada crea ámbitos de relación, pues cuando se mira el “yo” se desplaza hasta lo mirado, fuera de su reducto se abre a novedosas formas de encuentro, se dispone a recibir, que es un modo de acoger a quien da.
Por tanto, es conveniente tomar decisiones o determinar acciones a seguir no sobre la base de juicios sino con arreglo a hechos y/o datos. En el fondo, optar por los hechos se acompasa mejor con la contundente realidad de las diferencias individuales, propiamente con la singularidad de las personas. Ordinariamente se interpreta una conducta de acuerdo a un juicio de valor previamente concebido sin atender al contexto de la persona que emite dicha conducta.
No siempre un bajo rendimiento es expresión de problemas personales. Tampoco siempre es cierto que la timidez refleje desavenencia entre los cónyuges. Este es un tema que da para mucho. Sin embargo, recuerdo una anécdota que contó David Isaacs. En cierta ocasión él y su esposa fueron invitados a cenar a la casa de unos amigos. A la hora convenida estaban al frente de la puerta dispuestos a llamar. De pronto escucharon gritos: preludio de una tormenta conyugal. Ambos se miraron… obviamente no era oportuna la visita. A la media hora suena el teléfono. El amigo reclamaba su presencia. La cena estaba preparada y pronta para disfrutarla. David Isaac se excusó argumentando lo que había escuchado. El amigo muy suelto de huesos le respondió: «No hay nada de que preocuparse. Nosotros nos comunicamos de esa manera».