Por Edistio Cámere
En un diario de circulación nacional apareció la siguiente noticia: “Señora deja en testamento doce millones de dólares a su perro y pide que lo entierren junto a ella en el mausoleo de la familia”. No es la primera vez que un ejemplar del reino animal es recompensado con magnificencia por haber vivido… de acuerdo a su naturaleza.
La señora en cuestión puede disponer de su fortuna del modo que mejor le plazca. Es una persona libre y desde esa perspectiva poco se le puede incriminar. A lo sumo, a ese gesto se le puede calificar -junto con un esbozo de sonrisa, entre complaciente e indiferente- de ser una ‘monada’, de ser excéntrico o de ser políticamente correcto. Pero tales adjetivaciones se asientan tan solo en la periferia del hecho.
Legar tamaña fortuna a expensa de los familiares más cercanos, o sin reparar que existe un ingente número de personas que no cuenta con lo mínimo, no ya para vivir sino para sobrevivir, la ‘monada’ de la buena señora se torna en un despropósito y en cierto sentido expresa una visión plana y parcial de la naturaleza y de la realidad. O quizá le faltó una buena dosis de responsabilidad.
¡Un perro millonario! ¡Un gato opulento! Walt Disney hizo lo suyo pero no se imaginó que sus dibujos tuvieran ese encumbramiento en el paisaje de los humanos. Cuando un niño recibe una herencia se le asigna un albacea para que la administre hasta que sea mayor de edad. En el caso de un animal tendrá un fiduciario. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que llegue a la mayoría de edad o deje de ser irracional? Como ambas son imposibles es, sin duda, un legado al albacea, aún cuando el testamento prevea todas las posibles situaciones.
¿Por qué esa ‘devoción’ extrema hacia los animales? Será porque éstos una vez domesticados son complacientes y en virtud de lo cual consiguen que la persona se sienta bien al decodificar sus gestos, movimientos y acciones desde esa tesitura. El animal sano y bien comido no piensa distinto ni quiere nada diferente de lo que el amo le ofrece. Camina acanto, espera y no reclama. La ‘relación’ fluye en la dirección y con la dinámica marcada por el hombre; por tanto, no se constituye un consorcio ni una comunidad.
Se produce una relación de dependencia que no se asoma ni de lejos a lo que sería una relación entre intimidades. Lo íntimo, lo singular se da a conocer solo a través de la palabra, del lenguaje que vehicula pensamientos, sentimientos y creencias. Ciertamente el animal suple con creces la soledad física pero el vacío interior es llenado por la presencia necesaria de otra persona.
El cuidar, el acoger, el proteger… son acciones benevolentes que por igual se aplican a los hombres y a los animales. Dichas acciones, por más excelsas y significativas que sean, no calzan con lo que es el amor, que las incluye pero al mismo tiempo las supera sustancialmente. El afecto, el cariño no anula las diferencias ni tampoco modifica las expresiones del temperamento, menos aún elimina las debilidades; en todo caso, las supone, las acepta no para aparcarse en ellos sino para ir en pos del crecimiento mutuo.
Dos personas, únicas y completas, cada una con sus particularidades, constituyen una relación, un consorcio en el tiempo a fuerza de ceder, de conceder, de renunciar, de poner entre paréntesis el propio yo… de confirmar y de decidir en cada acto y día a día que vale la pena continuar. El cariño humano no es mera complacencia, es atractivamente exigente, recíproco y mutuo. No es nada comparable con el aprecio por los animales. Son dos dimensiones y entidades diferentes. La señora antes aludida confundió planos y posiciones. Creyó que los animales configuran la historia y tienen en su vida un proyecto y sentido.