La grandeza de la maternidad

Por Edistio Cámere

Mafalda, en su habitación, grita con voz potente: “¡Mamá!”. Al cabo de unos segundos escucha un sonoro y preocupado: “¿Qué?”. La niña responde: “¡Nada! Sólo quería cerciorarme de que aún hay una ‘buena’ palabra que continúa en vigencia”. Este episodio admite dos lecturas. Si lo hacemos de derecha a izquierda revela que hoy en día muchos valores han perdido vigencia porque se les ha vaciado de su contenido verdadero. Cada persona añade o quita a tenor de su estado de ánimo, de sus intereses, de sus ideas…

Para entendernos es necesario aclaraciones o convencionalismos. Para muestra un botón: en los partes matrimoniales, cuando aparece “7 p.m.”, a secas los invitados están seguros de que la novia espera lleno total para ingresar radiante a las “7:30 p.m.” Solo cuando se consigna la frase (hora exacta), la certeza de comenzar en punto no es mera ilusión.

Si leemos de izquierda a derecha el episodio de la conocida Mafalda, se puede advertir que la mamá es el valor permanente dentro de la familia. Es esa palabra ‘buena’ que no admite equívocas interpretaciones. Para un niño la palabra ‘mamá’ tiene la categoría del ser. Es y como tal la percibe, vivencia y se relaciona. Para un niño su madre no es un hecho accidental ni menos accesorio. Es tan fundamental que sin ella no tendría vida ni podría hacerse persona. Es tan contundente su realidad que la madre no tiene que representar su papel sino simplemente ser mamá. Por eso la naturaleza no le pide un esfuerzo especial para mostrarse al hijo como madre: ya desde el momento de la concepción se opera en ella una suerte de acomodación en su realidad personal que la prepara para simplemente ser madre.

Para el niño la madre desempeña un solo papel, aún a pesar de que ella pueda estar en actividades múltiples y distintas. La crisis de identidad que pudiera resultar por estar en diversos quehaceres afecta por tanto a la madre, mas no al niño. Para él su mamá hace de trabajadora, de abogada o de presidente de una compañía, dato que lo enuncia ante terceros con una simplicidad que pasma y que en cierto sentido no lo integra -en cuanto a consideración se trata- al momento de solicitar su atención.

Tan cierta es la imagen que de ella tiene que no espera acciones ni actuaciones extraordinarias. Pretende aquellas que por pequeñas son esenciales a su naturaleza. Es la madre, que en su afán por volcarse a su niño, movida por su complejidad de adulto, lesiona la simpleza y la unidad con que es percibida. ¡Cuántos problemas se eliminarían si sólo atendiera a la categoría de su presencia! El saber estar es el bálsamo que calma los pequeños tormentos del niño, quien, no teniendo más que solicitar, se apura en sus juegos y devaneos infantiles.

El tiempo para el adulto es secuencial y efímero. El niño no lo mide; lo valora y disfruta con tal intensidad que pareciera que es capaz de apoderarse de los intervalos que puedan existir entre segundo y segundo. El niño llena el presente. La madre le previene del futuro aunque el mañana para aquél suene lejano. Cuando la madre se abre al presente del niño es posible la intersección temporal, y eso ocurre cuando lo tiene entre sus brazos. Es éste el momento en que ambos superan incluso la intensidad y el movimiento del tiempo.

La madre posa sus labios sobre las mejillas del niño: le da un beso. Para el niño es el árbol que lo cobija, que lo protege, que le extiende el manto de su sombra… allá hasta donde el muñeco cobre nuevamente vida bajo el sortilegio del encuentro lúdico. Para el niño el beso no solo es un gesto, es la corona que lo convierte en príncipe, colocándolo radicalmente al centro de las preocupaciones reales.

Para el niño su madre es indivisa. ¡A qué grado de intuición llega el niño que sabe que lo simple es más perfecto que lo que tiene partes! Su intuición solo se parangona con la de los filósofos: el niño capta perfectamente la esencia de lo que le rodea. Por eso su madre es única y a ella se dirige sin cortapisas ni formas que mediaticen su relación radicalmente personal.

El niño aprende de lo que ve. Siente lo que le afecta. Por eso no conceptualiza lo que no entiende. En vano pretende el adulto -aunque algunas corrientes psicológicas lo quieran suscribir- que el niño sea capaz de recorrer comprensivamente por las telarañas que ha urdido entre el pensar y el actuar o entre el actuar y el pensar. Para el niño no existe solución de continuidad entre el pensar y el obrar. Son caras de una misma moneda. Cuando se intenta llevar al niño por laberintos tortuosos y complejos con ánimo de que comprenda la conducta del adulto, se viola en él lo más propio y delicado de su intimidad: su sencillez y su inocencia, que lo vinculan sensiblemente con la realidad.

Es cierto mamá -confiesa el niño- que te demando cuando cansada estás. Te interrumpo porque mi hermano me fastidia. Regaño con fuertes gritos cuando, aburrido, el sueño me vence. Te hago enojar cuando doy vueltas y vueltas antes de obedecer en algo que me pides… Pero, mamá, si no hago bulla o estoy en un silencio prolongado tú inmediatamente me preguntas qué es lo que me pasa. No entiendo. Más aún, cuando regreso de la escuela y te muestro un trabajo en el que he puesto ilusión, entrega y mucho esfuerzo, lo miras, me sonríes y me das una palmadita. Pero no te veo vibrar preguntándome “¿qué es?, ¿cómo lo has hecho?”. Empero, otras veces, cuando actúo en el colegio tú, desde un día antes, preparas la máquina de fotos o la filmadora e ilusionada y orgullosa pugnas por los primeros puestos para captar mi ‘talento artístico’. ¿Sabes?, más feliz me siento cuando orgulloso de mis hazañas escolares me escuchas y me animas. La niñez es un periodo corto y pasa tan rápido que si no me ayudas a aprovecharla sintiéndome querido y seguro, luego tú, anciana, y yo, con hijos, forzaremos la imaginación para, al evocarla, componerla con el fulgor que siempre quisimos pero que no pudimos”.


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