El necesario respeto a la labor docente

Por Edistio Cámere

 “En un examen alguien diseñó algo que podríamos denominar ‘superchuleta’. El invento consistía en colocar entre los carteles de las paredes del aula grandes papeles con definiciones de conceptos sobre los que se iba a examinar, con la esperanza, que se demostró fundada, de que el profesor de turno no iba a descubrir el truco. Se realizó el examen y sólo después se descubrió la superchería. La decisión que el equipo de profesores tomó fue la de suspender con un cero a toda la clase. Las protestas fueron apocalípticas. Primero se argumentó, con el respaldo de las familias en muchos casos, que sólo pudieron copiar los que se sentaban en las primeras filas (…) El siguiente argumento fue el consabido recurso a la injusticia que supone que paguen todos por la conducta de unos pocos, olvidando que semejante conducta fue tolerada por todos y que ninguno renunció, por tanto, a la posibilidad de aprovecharse de ella. La clase y los pasillos se poblaron de carteles como los siguientes: ¡No al cero!,  ¡No a la injusticia! ¡Revolución!… Y pensar que la Revolución ha quedado para pedir que no le suspendan a uno con un cero…” [1] 

La anécdota reportada es tan solo un botón de muestra de lo sensible y cada vez más complejo que resulta en una escuela sancionar cuando se infringe el reglamento. No solo los reclamos de los alumnos:  “No es justo… por qué a mí si a Pedro no le dijo nada…”; o los reclamos de los padres de familia:  “Mire profesor, mi hijo está pasando un mal momento porque su papá está de viaje… qué colegio tan estricto, no es nada grave, no exageren…”; sino también tenemos esa práctica extendida de los alumnos de hacer un frente común encerrándose en un desafiante silencio en vez de reconocer al autor de la falta cometida. Esta complicidad grupal termina por afectar la buena disposición de quienes les interesa aprender: la impunidad los desalienta y desmotiva. Actitudes y expresiones como las descritas, y otras similares, minan el talante y la autoridad de las escuelas.

Al centro educativo -que tiene una naturaleza propia, una estructura organizada y profesionales con roles y tareas diferenciadas- le compete retener para sí la debida discrecionalidad y autonomía para cumplir con su cometido fundamental: educar y formar personas en proceso de madurez. La tarea educativa se vincula menos con lo que los ‘alumnos quieren y más con lo que efectivamente necesitan para su crecimiento personal’.

El querer o el propio interés caminan por sendas distintas de aquellas que conducen a lo que se requiere, conviene o se necesita para aprender. Pero que vayan por senderos diferentes no significa que sean opuestos o antagónicos, a tal extremo que haya que tomar partido por el estudiante para liberarlo de las fauces de la ‘tirana educación’ que impide de curso a lo que quiere, lo que apetece o desee en cualquier lugar, tiempo o circunstancia. No existe tal oposición ni menos enfrentamiento, tan solo con la educación se procura que el estudiante actúe con arreglo a lo que se espera como tal dentro del contexto escolar. 

 Atentados contra la autoridad

Desde diversas posiciones estratégicas, hoy en día se intenta –y me temo que se va logrando– desfigurar la educación y puntualmente alterar el quehacer del docente.  Ello, partiendo de un naturalismo antropológico (J.M. Quintana)[2] y pasando por el consumismo que privilegia la satisfacción del cliente, sin omitir ese cortejo de ‘justicieros’ distribuidos a lo largo de toda la sociedad, cuyo propósito es ‘acusar al maestro por educar y defender al alumno del docente, precisamente por educarlo’.

Si el alumno no necesita una guía externa para su crecimiento porque naturalmente es perfecto para hacerlo por sí mismo; si el docente es reputado como eficiente en la medida que logre que el estudiante la ‘pase bien en el aula’, sin exigencias que hagan mella a su satisfacción; si el docente en consonancia con la naturaleza de su función actúa ante una conducta inapropiada en clase proponiendo una sanción, la que a su vez deberá ser rectificada o ratificada por un comité variopinto -en algunos lugares incluso conformados por personas ajenas a la escuela- que mientras delibera el alumno permanece en el aula en abierto desafío al maestro, podemos decir que en los tiempos que corren también puede ocurrir que el mismo alumno ‘afectado en su sensibilidad’ por una llamada de atención interponga ante ese mismo comité su queja por maltrato verbal. Estoy persuadido que en breve tiempo el docente se verá en la tesitura de tener que rectificarse públicamente. ¡Curiosa, pero real paradoja! 

Si además ante las deficiencias educativas algunos actores sociales se ensañan y otros -como los empresarios, inquietos por la productividad laboral: ¡como si la finalidad última de los colegios fuera la formación del homo faber!– se arrogan la potestad de dictar políticas y estrategias educativas, se puede concluir que la combinación resultante como efecto de tales posiciones es que se mina la autoridad de los docentes para conducir y gobernar a los alumnos dentro del salón de clases.

Reducida su autoridad, le será gravoso al profesor establecer una eficaz y productiva relación enseñanza-aprendizaje. Sin gobierno que consiga un clima propicio para el trabajo intelectual el docente no podrá enseñar y los alumnos, por consiguiente, estos tampoco aprenderán. Pero no solamente se merma la función del docente; más grave aún, se cuestiona la institución escolar en aquello que la constituye como una ayuda calificada: su autoridad derivada del conocimiento y de la experiencia educativa, precisamente la que sostiene y fundamenta dar al alumno no lo que quiere sino lo que efectivamente necesita. 

La educación, como cualquier profesión, tiene un marco teórico, unas estrategias y procedimientos que acreditan y avalan el accionar docente. Además, los colegios, al hacer pública su filosofía educativa, permiten que los padres de familia puedan elegir a aquel que más se ajusta con lo que buscan. Tal decisión entraña la aceptación de la propuesta del centro educativo, la confianza en la idoneidad de los profesionales que allí laboran y la delegación de la tutela y autoridad al colegio para que -a través de sus profesores- guíen y orienten a su hijo conforme al perfil del alumno propuesto.

De manera que entre el colegio y los padres de familia se establece una alianza[3] marcada por acciones complementarias que convergen en un mismo punto: la educación y formación del hijo. La complementariedad no es confusión, más bien supone claridad en la delimitación de los roles a partir de la cual el colegio concurre como experto en la tarea de definir lo que el alumno necesita con miras a su desarrollo educativo.

La autoridad y la prestancia de las escuelas no pueden ser tan alegremente cuestionadas. La formación de niños y jóvenes es un quehacer profesional que implica generosidad, paciencia, vocación y sabiduría. No es una desfachatada aventura comercial y menos una mera actividad cuyo objetivo es halagar y complacer a sus clientes. Educar es una apuesta al futuro de una nación, que recae en parte en los colegios y en los hombros de sus profesores. El respeto a la labor y misión docente es un modo de coadyuvar a la mejora de la sociedad. Sin duda, las escuelas tienen mucho terreno que desbrozar, y desde dentro corregir para dar cada vez un mejor servicio educativo. Pero de allí a minarlas en su autoridad sobre la base de algunas deficiencias puntuales, es demasiado y lesivo. Y es que ¡una golondrina no hace el verano! 


[1] Sánchez T. José. ‘El profesor en la Trinchera’. Ed. La Esfera de los Libros, España, 2008. Págs. 140-141.

[2] “La educación contemporánea adolece de un fallo básico y general, de tipo ideológico, que técnicamente se llama ‘naturalismo antropológico’; es decir, la doctrina que el ser humano es radicalmente bueno y perfecto en el sentido que no poseería tendencias negativas, imperfectas ni desviadas, sino que espontáneamente tendería sin fallo personal posible a lo que constituye su bien y su perfección en todos sentidos (…) que el aprendizaje intelectual es un proceso que el niño puede hacer fácilmente por su propia iniciativa, que el papel del maestro no ha de constituir aquella guía que tradicionalmente se había pensado”. (Cfr. ‘Educación más allá de las aulas’, Edistio Cámere, 2006, pág. 75).

[3]  Una alianza se establece cuando las partes pretenden un objetivo en común; insinuar que entre los padres y el colegio haya enfrentamiento o antagonismo es auspiciar sutilmente el ingreso de la dialéctica en el ámbito educativo. 


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