El valor de los logros pequeños en el proceso educativo

 Por Edistio Cámere

Conviene salir al paso de tres actitudes comunes en los alumnos: el aburrimiento (expresado en: ¡Siempre lo mismo!, ¡Otra vez!); la impaciencia por crecer (el querer hacer las cosas de los mayores); y el sentido utilitario de la enseñanza (expresado en: ¡Y esto para qué me sirve si… !). Contribuye también a esto la aparición y mantenimiento la cultura de la imagen, que muestra el final feliz y exitoso mientras esconde o minimiza el esfuerzo escondido, necesario y continuo que hay detrás.

Pero ¿qué factores concurren y alimentan estas actitudes? Obviamente es cuestión del gran influjo de la moda y de los medios de comunicación. También existe un factor físico. La vida educativa se desenvuelve en un mismo ambiente, con unos mismos elementos: compañeros con similares características -crecen juntos y no advierten los cambios propios de su desarrollo-. Para los alumnos la vida trascurre con aparente monotonía.

Otro factor observable, desde los dos últimos años de Primaria, precisamente impulsados por el ingreso a la adolescencia, es querer experimentar abiertamente su capacidad de elegir. Casi siempre ella está ligada a contrariar el orden establecido, que tiene el encanto de coquetear con lo prohibido y que en buena cuenta es exacerbar el querer en detrimento del poder. Ese deseo de ir más allá de lo que impone la edad cronológica o las normas, alimenta la impaciencia por hacer las cosas de los mayores, descuidando las demandas inherentes a su momento presente.

Un tercer factor está signado por una percepción reducida de la tarea educativa causada por la misma escuela, que no termina de clarificar su misión y norte; y por la presión que ejerce el ‘mercado’, que insiste en mirar la educación como una mercadería que se consume en razón de resultados inmediatos. El pragmatismo de no pocos padres de familia también abona en favor de una educación que no apunta a una mejora en el tiempo sino a la solución de problemas que sus hijos ocasionan en el lento camino hacia la maduración.

Revertir dichas actitudes no es tarea fácil ni rápida, pero fuera del quehacer educativo se hace inalcanzable. Por tanto, tenemos que ceñirnos al modo cómo opera la educación y a partir de este inyectar en los alumnos el gusto por el trabajo escolar. La educación es un proceso de largo aliento. Su fin es el perfeccionamiento de la persona y el límite de aquella también viene limitado por las circunstancias, recursos y posibilidades de una persona en concreto.

La perfección no se obtiene de golpe y de una vez, sino por etapas y tiempo. Este mecanismo es un hecho educativo y como tal se halla tejido de metas y objetivos parciales que en el tiempo se van logrando. La educación no es, en su acción, ni atemporal ni estática, y menos extraordinaria. Más bien apunta a la gradualidad de lo que se enseña y de lo que se aprende. Lo gradual remite a lo pequeño y al presente.

Cuando logramos ‘meter’ a nuestros alumnos en el presente, en el ahora, son capaces de saborear los logros que este tiempo les permite. ¿Qué se consigue en el presente? Logros en apariencia sencillos, pequeños y ordinarios, pero asibles. Lo importante es que se tenga la posibilidad de poseerlos, de hacerlos propios. Miguel Ángel Martí afirma que “vivir ilusionadamente consiste, entre otras muchas cosas, en poner nuestras ilusiones al alcance de nuestras posibilidades”.

Las posibilidades se fraguan en el aquí y ahora. La ilusión –según refiere el mismo autor– “es una alegría anticipada de algo que no se tiene pero se espera tener””. ¿Acaso la hora de clase no podría ser el lugar y momento propicio para que el alumno pueda ilusionarse con lo que allí ocurra? ¿No es verdad que en este momento es donde el alumno obtiene lo que espera tener, aunque no sea consciente de ello, y obtiene logros al alcance de sus posibilidades?

Si se subraya y motiva la importancia de las pequeñas metas, y si además en clase las consigue, habremos dado un salto cualitativo: la ilusión se habrá convertido en alegría. ¿Y qué es la alegría? Es el gozo por la posesión de un anhelo. La posesión de algo solo es posible en el presente. “Únicamente cuando hay alegría el sujeto se mantiene constantemente unido al objeto que se la produce, sin que haya monotonía ni cansancio” (García Hoz).

La alegría sucede a la ilusión, pero se experimenta en el hoy. “Con el hoy nos realizamos como personas y además vamos prefigurando nuestro futuro. El mañana es una continuidad del hoy, de ahí la importancia del presente. El valor de los días no viene únicamente por lo que sucede en ellos, sino también por constituir el presente (de vida), que no es poco” (Miguel Ángel Martí).

La alegría es -debería ser- el medio de la educación. El aprendizaje, en general, tiene mérito propio pues los resultados se poseen y se incorporan vitalmente. Despertar en los alumnos la ilusión y ofrecerles la alegría de ser cada día mejor es la fuerza que arrastra y el concepto que sosiega y da seguridad; aun a pesar de que todo se derrumbe.

García Hoz distingue dos formas fundamentales de alegría: la alegría de la función y la alegría del éxito. Cito: “La alegría de la función existe, cuando una actividad nos produce por sí misma alegría, independientemente del resultado que podamos obtener con tal actividad. La alegría del éxito no surge del trabajo mismo, se manifiesta en él por la consideración del resultado al que se pretende llegar. (…) Pudiéramos decir que la alegría de la función es una alegría inmediata, espontánea; mientras la alegría del éxito es mediata, provocada por reflexión o consideración; aquella es alegría del trabajo en sí, del esfuerzo mismo; ésta es la alegría de la producción, la alegría creadora. Los efectos de la alegría se hacen más patentes en la alegría de la función”.


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